2011, octubre: vulnerable. Así es como me siento. Los cigarros se consumen. El frío permanece. ¿Por qué duele tanto un diagnóstico ajeno? ¿Será porque me recuerda mi propia muerte? ¿Porque me obliga a aceptar que también esta relación tiene fecha de caducidad? Llevo varios días llorando por culpa de esta tristeza árida.
2011, diciembre: estoy arrepentida, ¡muy arrepentida! Compré dos libros de Elizabeth Kübler Ross y me niego a leerlos. Lo intenté pero no pude. En el primer intento leí los índices y de inmediato pensé que era terrible encontrar frases que cualquier persona podría escribir luego de asistir a alguna reunión grupal de optimistas. Mi necedad me llevó al segundo intento: me obligué a leer el primer capítulo pero comencé a saltarme todas las palabras que dolían, así que no entendí nada. No volveré a abrir esos libros, me niego a aceptar la muerte como algo inevitable; no me interesa prepararme.
2012, enero: no quiero ver a nadie, solamente soñar. Llega una sensación de ser ajena a mi cuerpo. Me miro desde fuera, sentada en un sillón con una profunda tristeza en el rostro y dos gatos durmiendo sobre las piernas. Deseo morirme en su lugar, así que dedico mi tiempo a fumar y dormir.
2012, marzo: no puedo caerme. Ahora que lo veo sufrir, decido acompañarlo con alegría, aunque no sepa cómo aguantarme las ganas de llorar. Me siento ridícula: el cáncer no es mío. Detesto la sensación de fragilidad que me acompaña al pasear a mis perros en el parque.
2012, julio: soñé que nadaba en el mar. Mi sobrina y yo jugábamos a atrapar una pelota de colores. A veces la dejaba ganar porque verla agitando sus manos al celebrar el triunfo, me daba felicidad. Desperté sonriendo. Aún podía escuchar las carcajadas de Cori.
2012, diciembre: me dijo “te voy a extrañar cuando me muera”. Tuve que correr al baño porque no podía parar de llorar. Necesito que todo esto acabe. Estoy asustada. No quiero que duela.
2013, marzo: hay días como hoy en los que me siento con ganas de golpear las paredes, perderme en reclamos a la vida por ser tan injusta. Ojalá las cosas fueran distintas. La agonía apenas comienza y ya olvidé cómo se siente estar bien. Ojalá no estuviera enfermo.
2013, abril: a punto del colapso. Platico con el peñasco que amenaza con aventarme al vacío. Los pies me duelen, las encías, la lengua, el oído, la boca, la garganta. Ya no quiero cuidar a nadie, necesito descansar. Me declaro incompetente. Frustrada porque ni la morfina quita el dolor. La casa huele a tristeza. Comenzaron las pesadillas.
2013, mayo: no estés triste, me dijo mi amigo Mario. Entonces ¿cómo tendría que estar? ¿Tengo que estar feliz por la crueldad de la vida? Varias personas me dicen: relájate para que quites la tensión de tu cuerpo, ve a psicoterapia para que estés mejor. No han entendido que la vida también implica dolor. Hay cosas que no puedo quitar. ¿Acaso alguien ha vivido el proceso de la enfermedad ajena sin desesperación?, ¿Alguno que lograra separar la angustia propia de la del ser amado?, ¿que no interrumpiera su sueño por culpa de la tensión del cuello y el nudo en la garganta?, ¿que no tuviera ganas de romperse el puño contra la pared, ni de salir corriendo? ¡Carajo! ¿A quién maldigo? ¿A quién tengo que reclamarle para sacar tanta rabia?
2013, septiembre: la vida se llena de muerte. Intento aceptar el proceso por el que está pasando, pero algo en mi lo niega. Me opongo a aceptar que tendré que decir adiós. Me sorprende ver a la gente jugando futbol los domingos y sonriendo al ir al mercado. ¿Acaso nadie les ha explicado que se van a morir?
2014, febrero: los gatos juegan en el jardín. Me quedo mirándolos con entusiasmo. Qué suerte que ellos no se han enterado que la vida terminará. No pierden el tiempo quejándose de lo inevitable.
2014, septiembre: tengo ganas de aventarme por la ventana. 9:20 a.m. Intento que tanta tristeza no se convierta en mí. Lloramos juntos, pedimos perdón, comenzamos a decir adiós. Me dijo: quiero morir. Sonreí. También quiero que deje de sufrir.
2014, octubre: ¿por qué no se mueren los que no aportan nada a la vida? Tal parece que ni la muerte los quiere. Desperté a las 6:30 a.m. con dolor de oído ¿dormí en una mala posición? 10:40 a.m.: me duele la cabeza, me incomoda el rayo del sol.
2014, noviembre: está preocupado por la manera en la que estoy viviendo el proceso. Sigue estable pero muy cansado. Me dijo que siente culpa por reconocer su tristeza en mí. Durante la comida noté una herida al interior de mi boca. ¿Y si es cáncer de boca? Mi odontóloga me dijo que debo estar tranquila. No encontró nada raro.
2014, diciembre: salí a caminar con mi amiga Ana. La abracé por su ingreso a la Maestría. ¡No hay quinto malo! Por fin lo logró. Bebimos malteadas, corrimos para alcanzar el último metrobús.
2015, enero: los dolores son más intensos. ¿Cuál será el grado de estremecimiento de un cuerpo al estrellarse contra un muro de concreto a 120 km por hora? Estoy enojada porque no se muere pronto. Él esta angustiado porque no acepta que su cuerpo ya no responde como antes. Ir al baño sin tropiezos es una hazaña.
2015, febrero: Nunca te podré pagar todo. Empeora, no puede moverse sin ayuda, se queja por los dolores. Prefiero su muerte al sufrimiento. Lo quiero sin tumor, ni piernas cansadas.
2015, febrero: velorio: silencio y licor. Enojada porque no nos acompañó a su funeral.
2015, marzo: ¿qué sigue? “A veces la parte más difícil no es olvidar, sino aprender a empezar de nuevo” Nicole Sobon me acompaña.
2016, diciembre: decido vivir aunque no sepa cómo. No me voy con él. Mejor lo invito a seguir viviendo, aunque no vuelva.
2019, marzo: de vez en cuando hurgo en la cicatriz. Elijo la vida aunque a veces me sienta culpable por seguir aquí. Trato de no preocuparme por la muerte, ocupándome de vivir aún desde los momentos de desesperación. No pude salvarlo, pero como escribe Roberto Juarroz: “pensar en un hombre se parece a salvarlo” Se parece. Con eso es suficiente.
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